Restringiendo
el significado del término para dar la definición más precisa posible, diremos
que la Inquisición no es otra cosa que la jurisdicción especial ejercida por
delegados del Papa para la represión de la herejía. Aunque para la inmensa
mayoría de la sociedad sólo es conocida la institución surgida de la aplicación
de esta jurisdicción a partir de la segunda mitad del siglo XV, su origen se
sitúa en un período anterior.
Podemos ubicar
su nacimiento en el año 1231 y su final a comienzos del siglo XIX. En sentido
estricto, la institución relacionada con la definición dada se sitúa
exclusivamente dentro del orbe católico, independientemente de que, tras la
Reforma liderada por Martín Lutero, se produzca persecución de la desviación de
la nueva doctrina allí donde ésta era hegemónica.
Aunque
oficialmente la fundación del Santo Oficio se fija en el año 1478 en el reino
de Castilla, lo cierto es que el entramado de la institución y la ingente
maquinaria represora no estuvieron preparados para actuar a pleno rendimiento
hasta 1480, cuando se hubieron nutrido de los fondos adecuados tras las
primeras confiscaciones.
El proceso
fue más lento en Aragón, pues la Inquisición del siglo XIII aún seguía vigente.
Ello no impidió al rey Fernando comenzar las reformas designando a Tomás de
Torquemada Inquisidor General de la Corona de Aragón en 1485 y a los dos
primeros inquisidores de Zaragoza. Poco después, fueron establecidos otros dos
en Valencia y Barcelona, respectivamente.
Esta medida
fue desaprobada rotundamente por las autoridades aragonesas pero el asesinato
del Inquisidor de Zaragoza el 13 de septiembre de 1485 convenció a los poderes
civiles de la existencia de la herejía en los dominios de Fernando el Católico,
pues el crimen se atribuyó a un judaizante. Tras esto, Tomás de Torquemada se
consolidaría como máximo responsable de la Inquisición, tanto para Castilla
como para Aragón.
La
Inquisición española se financiaba mediante las confiscaciones, las multas, las
dispensas y los beneficios. Era de las confiscaciones de donde se obtenían los
mayores ganancias debido al valor de lo incautado. En un plano más secundario
pero nada desdeñable, se situaban las multas, que aportaban también grandes
beneficios debido a la discrecionalidad con la que se imponían, especialmente
cuando no existía acusación formal contra el reo.
Muchos
acusados pudientes preferían pagar la cantidad que fijara el tribunal para
eximir a sus descendientes de cumplir las condenas fijadas en materia de
prohibición de desempeño de oficios o respecto a prescripciones suntuarias:
eran las llamadas donaciones. Los beneficios eran cantidades pagadas
directamente de las arcas reales en contrapartida por la prerrogativa regia de
poder nombrar a los inquisidores. Este último tipo de retribución iba destinado
al pago de los clérigos, mensajeros y carceleros que trabajaban para la
Inquisición.
El
procedimiento de la Inquisición constaba de una serie de fases aplicadas de
modo consecutivo con un carácter marcadamente local. Al establecerse un
tribunal inquisitorial en una localidad concreta, se leía un sermón inicial
tras el que venía el Término de Gracia, mediante el cual se concedían entre
treinta y cuarenta días para que, quien lo deseara, pudiera confesar aquello
que atenazaba su conciencia. A cambio el tribunal recién establecido prometía
un trato caritativo y una penitencia suave.
El proceso
inquisitorial partía de la presunción de culpabilidad del acusado y por tanto
le era negado cualquier tipo de defensa con las mínimas garantías. El juez
asumía el papel central en el proceso, actuando a la vez como fiscal. Desde el
último tercio del siglo XV se arbitran medidas a fin de evitar la condena de
inocentes y se establece el derecho a la apelación por "causa justa".
En Castilla las medidas quedarían en papel mojado mientras que en Aragón el
proceso inquisitorial no existía como tal y quien denunciaba podía ser obligado
a pagar la cantidad doble de la fianza si se demostraba que la acusación era
falsa, aparte de existir el derecho de apelación en todos los casos, si bien el
secretismo del proceso en conjunto y el ocultamiento de los testigos restaba
buena parte de estas garantías.
Los
sospechosos eran rápidamente arrestados en caso de que existiera denuncia
previa, lo que era frecuente teniendo en cuenta que la Iglesia católica animaba
a denunciar a los vecinos de un posible hereje y, al ser las denuncias
anónimas, quienes las formulaban no tenían nada que perder. Pese a ello, el
tribunal ordenaba confeccionar la calificación, un informe redactado a raíz de
la comprobación de la veracidad de la acusación. De confirmarse las sospechas,
se emitía la clamorosa u orden de arresto contra el individuo investigado.
Una vez
detenido, el acusado era inmediatamente incomunicado, siendo separado en el
mismo momento de aquellos en cuya compañía se hallaba cuando fue detenido, si
procediera. Tras esto, era encerrado en la cárcel secreta si se trataba de un
delito religioso grave. Para asuntos considerados leves o triviales, se dictaba
la aplacería, el arresto domiciliario o la prohibición de abandonar su ciudad
de residencia. Si se trataba de funcionarios, iban a parar a la cárcel de
familiares, donde los presos gozaban de un trato sensiblemente más laxo que en
las otras.
Las pruebas
aportadas en el juicio habían de ser bien comprobadas y expuestas por la
defensa pero no tanto por quienes formulaban la acusación. Aparte de que el
juramento prestado por una y otra parte era infinitamente más duro y amenazador
en el caso de la defensa, las llamadas pruebas "de oídas", es decir,
basadas en rumores, eran tenidas exactamente en la misma consideración que las
aportaciones de los testigos oculares, y, de hecho, eran deliberadamente
alternadas en el interrogatorio con la intención de confundir al reo y minar su
resistencia. Con estos métodos el preso solía auto inculparse, a sabiendas de
que, haciendo esto, conseguiría una sentencia considerablemente más benévola
como podían ser el arresto domiciliario y una multa.
La tortura,
en contra de lo que habitualmente se piensa, fue aplicada como último recurso
por la Inquisición, y, lejos de la sofisticación que se atribuye a ésta, se
limitaba, en realidad, a unas pocas técnicas conocidas por todos y que casi
nunca alcanzaron la dureza de aquellas prácticas en la justicia civil. Los
tribunales de éste último ámbito sí incluían, en cambio, la tortura como un
procedimiento normalizado para hacer las pesquisas oportunas. Como apuntan las
Instrucciones de 1561, el encarcelamiento e interrogatorio solían bastar para
hacer confesar a un reo, quien, junto a una insoportable presión psicológica,
podía ser sometido a privaciones que aumentarían de modo progresivo hasta
mermar su resistencia.
Una vez
condenado, aparte de las consabidas penas pecuniarias, los castigos menores más
comunes eran de tipo espiritual, es decir, ayunos y rezos o de carácter más
tangible: la reprensión, la abjuración, el destierro o el asolamiento de la
vivienda. Si el delito espiritual revestía gravedad normalmente se imponía el
escarnio público, el sambenito, los azotes y la cárcel. En este tipo de
castigos se asumía que, dentro de la gravedad del delito, el fiel era
susceptible de ser reconciliado con la Iglesia.
Cuando el
tribunal inquisitorial creía imposible que el supuesto hereje depusiera la
actitud mostrada hasta entonces, era condenado a ser quemado en la hoguera. La
pena de muerte no era contemplada en el derecho eclesiástico, tan sólo en el
civil, de tal manera que la Inquisición podía declarar a un reo incorregible
pero era, en realidad, un juez civil quien dictaba la condena de morir quemado.
Sin embargo, el Derecho público de la Iglesia terminó por asumir de facto este
tipo de castigo, otorgando indulgencias a quienes arrojaban leña a la hoguera.
En el gran
debate en torno a las relaciones del poder espiritual, de la Iglesia, con el
poder político o temporal en el orbe cristiano, surge, a menudo, la pregunta de
la naturaleza real, del fin último de la existencia de la Inquisición. Se
cuestiona a menudo si los motivos de su creación fueron espirituales, políticos
o de ambos tipos. Sea como fuere, en lo que actualmente no existen dudas
prácticamente es en la honda repercusión e influencia que la Inquisición tuvo
en el poder temporal, muy especialmente en el caso español.
Los reinos
de Castilla y Aragón no permanecieron ajenos a los cambios demográficos,
económicos, sociales y de mentalidad surgidos en la segunda mitad del siglo XV.
A ello había que sumar una realidad muy particular. La fragmentación de las
distintas áreas regionales tras el avance de la conquista de los territorios
hispánicos al Islam vino a ser solventada, al menos en parte, por la solución
dinástica del matrimonio entre Isabel y Fernando. El deseo de estos dos
monarcas de imponer su voluntad a la nobleza, llevó a reforzar los conceptos de
unidad y centralización de ambos reinos.
La cohesión
política necesitaba de la cohesión social. Esta necesidad, junto al hecho de
que la presencia islámica en la Península Ibérica había quedado reducida al
espacio minúsculo que era el reino nazarí de Granada, delimitado por la montaña
y la costa de tal modo que se fijaba una frontera estable, fomentó que la
política simplificara sus métodos e hiciera más rudimentarias y taxativas sus
consignas contra el Islam. La sutileza, la táctica y el equilibrio entre dos
mundos completamente diferentes habían dejado de ser necesarias para una de las
partes, al no existir ya una frontera móvil.
Desde 1478 a
1530, aproximadamente, se registra la mayor intolerancia contra la herejía
judaizante, el criptojudaísmo, es decir, los acusados de practicar ritos y
oraciones judías en secreto, tras haberse comprometido, en principio, a
abandonarlos una vez bautizados. La mayor actividad contra estas personas se
centró en Sevilla, Córdoba, Toledo y Barcelona. Los métodos inquisitoriales se
dirigían a romper la cohesión de las comunidades sospechosas a toda costa, por
medio de la fractura de los lazos de parentesco y de vecindad. Antes de la
diáspora de 1492, la presión del Santo Oficio era tal que la mayoría de los
bienes confiscados se debían a la autoinculpación de los propietarios.
En su
estancia en Sevilla entre 1477 y 1478, los Reyes Católicos son informados de
todo tipo de ritos judíos practicados en secreto y de la existencia de
supuestos planes de las comunidades que los practicaban para conquistar el
poder sin especificar nunca ninguno de los aspectos de dichos planes. En medio
de la inquietud de la Iglesia, Isabel y Fernando eran recibidos en Sevilla como
los nuevos reyes godos llamados a unificar a la cristiandad de la Península
Ibérica.
Quedaban de
este modo asociadas la unidad política y religiosa en las mentalidades
colectivas. Todo ataque a la unidad religiosa era visto como un ataque a la
unidad política de los reinos de Castilla y Aragón. Siguiendo este
razonamiento, judíos y musulmanes de la Península pasaban a ser enemigos de la
Corona. No sería descabellado reconocer, por lo tanto, una doble intención de
los Reyes Católicos a la hora de levantar el Santo Oficio, pues la extirpación
de la herejía pasó a formar parte del proyecto político de los monarcas desde
el primer momento y de forma consciente.
En este contexto hemos de colocarnos
para comprender mejor la vida y obra de
nuestros protagonistas” Los relojeros”
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